miércoles, 5 de junio de 2013

TAL DÍA COMO HOY... FEDERICO GARCÍA LORCA

Federico García Lorca (1898 - 1936)
Tal día como hoy, en 1898, nacía el poeta y dramaturgo granadino Federico García Lorca, integrante del Grupo del 27.

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También os dejo la descripción que hace Rafael Alberti de su primer encuentro con Lorca:

IMAGEN PRIMERA DE LORCA: EN LA RESIDENCIA DE ESTUDIANTES


Fue en la Residencia de Estudiantes, de Madrid.
La Residencia, o la «Resi», como abreviada y cariñosamente le decíamos los que la frecuentábamos y los que en ella se hospedaban, se alzaba entonces en las primeras afueras ma­drileñas, sobre una verde loma, que Juan Ramón Jiménez, antiguo residente, la llamó en sus poemas «Colina del alto chopo», debido a los que bordean sus jardines, cortados por el canalillo que sube el agua a los grifos y fuentes de la capi­tal.
Las sobrias alcobas y los árboles de la Residencia han ayu­dado al crecimiento del nuevo espíritu liberal español, a la creación de sus mejores obras, desde comienzos de siglo has­ta el trágico 18 de julio de 1936, fecha de su oscurecimiento. Hija de la Institución Libre de Enseñanza, núcleo de la cul­tura que llegó a ser dirigente con la República del 14 de abril, la Residencia de Estudiantes vino siendo la casa de las más grandes inteligencias españolas. Baste señalar entre los nom­bres de sus huéspedes anteriores a García Lorca los de Ra­món Menéndez Pidal, Antonio Machado, Juan Ramón Jimé­nez, Miguel de Unamuno, Ortega y Gasset, Américo Cas­tro, etc.
En 1919, Federico fue enviado por sus padres a esta Resi­dencia. Venía a Madrid no como poeta, nativa y única voca­ción de su sangre, que ya muy bien sabían los aires y los ríos de su Granada, sino como estudiante. Estudiante, a ratos per­didos, de Filosofía y Letras y —cosa horrible para él— de De­recho, cuya licenciatura obtiene el fin en la Universidad gra­nadina (1923).
Nuevos nombres, algunos de los cuales irían destacándo­se en el panorama intelectual español durante la decena de años en que García Lorca hace de la Residencia la casa de su poesía, habían sustituido a los de aquellos otros, maestros ya, respetados y consagrados dentro y fuera de la Península.
Los poetas malagueños José Moreno Villa y Emilio Pra os; el todavía casi adolescente pintor catalán Salvador Dalí y el cineasta Luis Buñuel, su más tarde colaborador en París, eran, entre la multitud de ciegos estudiantes admirados que invadían a todas horas la alegre celda del poeta, sus verdade­ros amigos, esos con quienes Federico mejor se comunicaba, esos que ya valorizaban su creciente y arrebatadora juventud, río constante de gracia y poesía.
Cuando dos poetas se conocen y se dan la mano por vez primera, es como si dos corrientes transangélicas tropezaran, fundiéndose. Leves aires ingenuos de García Lorca conocía yo antes de encontrármelo, mínimas ráfagas celestes, que al estrecharse nuestros dedos habrían de aletearme en la me­moria:

Y las estrellas pobres,
 las que no tienen luz
—¡qué dolor, qué dolor,
 qué pena!—,
 están abandonadas
en un azul borroso.
¡Qué dolor, qué dolor,
 qué pena!

¡Versillos viejos de la preamistad, que nunca he visto re­cogidos en sus obras, pero que significan para mí la imagen del poeta aún sin cara y sin cuerpo, pura brisa sin árbol, bre­ve soplo sin referencia! Y este primer momento con el poeta invisible fue durante un verano, en la sierra de Guadarrama (1922). ¿Cómo sería Federico? ¿Quién lo había visto y fre­cuentado? ¿Cuándo lo conocería? Ignoraba yo entonces que aún pasarían dos años para que esto sucediera.

*    *
Verde que te quiero verde.
Verde viento. Verdes ramas.

Así como el poemilla anterior siempre me traerá el aro­ma del poeta imaginado sobre un paisaje de romeros y pinos guadarrameños, estos versos del Romancero gitano serán ya para toda mi vida la Residencia de Estudiantes, puerta de nuestra amistad, que en una tarde amarillenta de octubre (1924) me abriera, hoy no recuerdo si el poeta Moreno Villa o el pintor Salvador Dalí.
—Rafael Alberti...
Federico abrazaba a todo el mundo, cayendo en seguida sobre el presentado como una tromba incontenible de pala­bras, entrecortadas risas y gestos hiperbólicos.
-Te conozco. ¡Cómo no voy a conocerte! —comenzó, golpeándome la espalda y estrujándome hasta el resuello—. ¡A que sí! Y también he leído tus canciones en La Verdad, de Murcia. ¿Es mentira? ¿No? Ja, ja, ja! «¡Alberti, Albertito!», le decían a un tío tuyo que vivía en Granada. ¿Ves co­mo sé quién eres y quién es tu familia?
Y se volvía a reír, con una boca grande, profunda, volca­do de cintura para atrás y apretándome las muñecas.
—Te voy a hacer un encargo —continuó, sin soltarme, impidiéndome con su inatajable velocidad todo intento, no sólo de palabra, sino de respiro—. Este es un encargo que le hago al pintor. Quiero que me regales un cuadro en el que yo figure dormido al pie de un arroyo con flores y una Vir­gen, Nuestra Señora del Amor Hermoso, apareciéndoseme en lo alto de un olivo. Te prometo colgarlo sobre la cabecera de mi cama. Y si alguna vez vas por Andalucía, por Fuente Vaqueros, adonde te invito desde ahora, verás cómo es ver­dad lo que te estoy diciendo.
Le respondí que sí, sorprendido y entusiasmado; que aquella misma noche comenzaría su «encargo»; que aunque la poesía me interesara ya bastante más que la pintura, me ufanaba la idea de pintarle dormido en lo ancho de una ve­ga, rodeado de flores, sonriendo a Nuestra Señora...
Mientras así hablábamos, habían ido llegando más ami­gos, estudiantes que apenas sin comprenderlos repetían lue­go sus poemas por las tertulias literarias de los cafés y claus­tros universitarios.

Verde que te quiero verde.
 Verde viento. Verdes ramas.

En un remanso oscuro del jardín, iluminado débilmente al fondo por las ventanas encendidas de los pabellones estudiantiles, comenzó a recitar Federico, espontáneamente, sin que nadie se lo pidiera, su último romance traído de Grana­da. En medio del silencio y de aquella penumbra susurrante de álamos, pude entrever cómo se le transfiguraba el rostro se le dramatizaban la voz y todo el aire al son duro, patético lleno de misterioso escalofrío, que repica por el suceso sonámbulo del poema.

El barco sobre la mar.
Y el caballo en la montaña.

Era García Lorca entonces un muchacho delgado, de frente ancha y larga, sobre la que temblaba a veces, índice de su exaltada pasión y lirismo, un intenso mechón de pelo negro, «empavonado», como el del Antonio Camborio de su Roman­cero. Tenía la piel morena, rebajada por un «verde aceitu­na», término comparativo éste que se emplea mucho por An­dalucía, la tierra española más rica en olivares. Su cara no era alegre, aunque una larga sonrisa, transformable rápida­mente en carcajada, pusiera en ella esa expresión de conta­gioso optimismo, de fuego desbocado, que tan perdurable recuerdo dejara, incluso en aquellos que tan sólo le vieron un instante.
El aspecto total de Federico no era de gitano, sino de ese hombre oscuro, bronco y fino a la vez, que da el campo an­daluz. Una descarga como de eléctrica simpatía, un hechi­zo, una irresistible atmósfera de magia para envolver y apri­sionar a sus auditores, se desprendían de él cuando hablaba, recitaba, representaba veloces ocurrencias teatrales, o canta­ba, acompañándose al piano. Porque en todas partes García Lorca encontraba un piano.
Uno grande, de cola, estuvo siempre abierto para el poe­ta en la sala de cursos y conferencias de aquella casa madrile­ña de los estudiantes. Si existe aún y hoy levantáramos su tapa, veríamos que guarda años enteros de melodías roman­cescas y canciones de España. La voz, las manos de Federico están enterradas en su caja sonora. Porque Federico era el cante (poesía de su pueblo) y el canto (poesía culta): es decir, An­dalucía de lo jondo, popular, y la tradición sabia de nuestros viejos cancioneros. Aunque en casi todos los poetas contemporáneos del sur, con Antonio Machado y Juan Ramón Ji­ménez a la cabeza, pueda encontrarse esta misma veta, este recuperado hilillo de agua transparente, es García Lorca quien con más fuerza y continuidad representa esta línea. Su pri­mer libro —Impresiones y paisajes—, libro de prosas poco conocido, aparece dedicado a su maestro de música, a su pro­fesor de piano. Dato revelador. Arranque rítmico y melódi­co de su poesía. Federico cantaba y se acompañaba, en ese piano que para él se abría en todas partes, con un gusto y una gracia muy suyos, reinventando las melodías y palabras semiolvidadas de esos cantos y cantes, sustituyendo las fallas de su memoria con añadidos de su invención. Es decir, era una fuente de poesía popular, que manaba con el mismo cho­rro, lleno de torceduras, ausencias e interrupciones que el ver­dadero que alimenta la memoria del pueblo. Aquel piano de cola, en aquel íntimo rincón de la Residencia, junto a aque­lla ventana por donde la madreselva florida asomaba su olor, recordará mejor que nadie la capacidad asombrosa de trans­formación, de recreación, de adueñamiento de lo de nadie y lo de todos, haciéndolo materia propia, que, como un Lo­pe de Vega, poseía Federico.
¡El Pleyel aquel de la Residencia! ¡Tardes y noches de pri­mavera o comienzos de estío pasados alrededor de su tecla­do, oyéndole subir de su río profundo toda la millonaria riqueza oculta, toda la voz diversa, honda, triste, ágil y alegre de España! ¡Época de entusiasmo, de apasionada reafirma­ción nacional de nuestra poesía, de recuperación, de entron­que con su viejo y puro árbol sonoro! Ante ese piano he pre­senciado graciosos desafíos —o, más bien, exámenes— folk­lóricos entre Lorca, Ernesto Halffter, Gustavo Durán, muy jóvenes entonces, y algunos residentes ya iniciados en nues­tros cancioneros.
—¿De qué lugar es esto? A ver si alguien lo sabe — preguntaba Federico, cantándolo y acompañándose:
Los mozos de Monleón
 se fueron a arar temprano
 -¡ay, ay! —,
se fueron a arar temprano...

En aquellos primeros años de creciente investigación y renacido fervor por nuestras viejas canciones y romances, ya no era difícil conocer las procedencias.
—Eso se canta en la región de Salamanca —respondía, apenas iniciado el trágico romance de capea, cualquiera de los que escuchábamos.
—Sí, señor, muy bien —asentía Federico, entre serio y burlesco, añadiendo al instante con un canturreo docente: —Y lo recogió en su cancionero el presbítero don Dámaso Ledesma.
Otras veces, bajo los chopos y adelfas del jardín, o en su habitación, eran los desafíos poéticos, la lectura de los nue­vos poemas. Por allí resonaron, recién escritos, los de Presa­gios, el libro inaugural de Pedro Salinas, y los de Cántico, de Jorge Guillen; por allí dije yo, con la timidez del más jo­ven, canciones de mi Marinero en tierra. Juan Ramón Jimé­nez, exresidente ya en aquellos años, pasaba algunos atarde­ceres con nosotros, dándonos el gran ejemplo continuo de su perfecta vocación, elevada a religiosidad y ascetismo, mien­tras que el bueno de Antonio Machado, perdido siempre en la provincia, nos mandaba su eco desde la paramera de Cas­tilla o las llanuras de Baeza, eco que repetíamos de recio por aquella casa de la cultura, albergue de poetas, por donde se alternaban de cuando en cuando con las nuestras, voces de afuera como las de Paul Valéry, Claudel, Aragón, Eluard, Teixeira de Pascoaes...
En aquel paisaje de juventud y trabajo, Federico, como un eterno estudiante siempre en vacaciones, vivía la mayor parte del año, hasta que se marchaba, por lo general muy entrado ya el verano, a Granada o a Fuente Vaqueros, ciu­dad y pueblo que tantas cosas dijeron a su poesía. Y allí, en los tirantes estíos andaluces, movidos de olivares y limones, no le esperaban ya aquellos pianos íntimos, cultos de Ma­drid, sino las guitarras profundas de los patios y caminos re­cónditos, junto al alma jonda de don Manuel de Falla, claro norte en su formación poética, además de entrañable ami­go.
—¡Primo! Están cabeceando los árboles. Es que está en­cima la tormenta. Adiós.
Los estudiantes se habían ido marchando hacia sus pabe­llones. Federico quedó solo conmigo en el jardín, hasta pasadas las doce de la noche. ¡Primo! Fue con ese gracioso tra­tamiento gitano, que ya nunca más abandonó, como se des­pidió de mí aquel arrebatado andaluz oriental el primer día de nuestro encuentro en la Residencia de Estudiantes.


Rafael Alberti, Imagen primera de…

Buenos Aires, Losada, 1945, páginas 15-22.


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2 comentarios:

  1. Muchas gracias Patricia por traer a este magnífico autor (mi favorito, tengo que confesar). Siempre me maravilla de los genios su capacidad inconformista con el mundo que les rodea, su necesidad de saber cada minuto un poquito más.

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    1. Un gran genio. Creo que su obra ha sido la única que me ha gustado en su totalidad.

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Se agradecen los comentarios, especialmente para no sentirme como una loca que habla sola. Saludos.